LEY N°
12
PARA DESARMAR A SU VÍCTIMA, UTILICE LA FRANQUEZA Y LA GENEROSIDAD EN FORMA SELECTIVA
CRITERIO
Un gesto sincero y honesto compensará docenas de actitudes dictadas por la hipocresía y la falsedad. El gesto de franca y honesta generosidad hace bajar la guardia aun al individuo más desconfiado. Una vez que su sinceridad selectiva haya abierto una brecha en la armadura del otro, podrá manipularlo y embaucarlo a su antojo. Un obsequio oportuno —especie de caballo
de Troya— podrá cumplir el mismo objetivo.
FRANCESCO BORRI, CORTESANO Y CHARLATÁN
Francesco Giuseppe Borri, oriudo de Milán, cuya muerte, ocurrida en 1695, cayó todavía
en el siglo era un precursor de esa raza especial de aventurero charlatán, un cortesano o "caballero" impostor... Su verdadero período de gloria comenzó
después de mudarse a Amsterdam. Allí se adjudicó el título de Medico Universale, mantenía una gran comitiva y conducía un carruaje de seis caballos... Los
pacientes lo asediaban y algunos inválidos se hacían llevar en litera desde París hasta su casa de Amsterdam. Borri no cobraba por las consultas; distribuía grandes sumas entre
los pobres, y nunca se
supo que recibiera dinero alguno por correo o por giro bancario. Como, a pesar de todo, seguía viviendo con gran esplendor, se suponía que poseía la piedra
filosofal. De pronto ese benefactor desapareció de Amsterdam. Fue entonces cuando se descubrió que se había llevado dinero y diamantes que le habían entregado en custodia.
THE POWER OF THE CHARLATAN,
GRETE DE FRANCESCO,
1939
OBSERVANCIA DE LA LEY
Corría 1926 cuando un hombre alto, muy atildado, fue a visitar a Al Capone, el gangster más temido de su tiempo. El hombre, que hablaba con un elegante acento europeo, se presentó como el conde Víctor Lustig. Prometió que, si Al Capone le daba 50.000 dólares, él haría que esa cifra se duplicara. Capone poseía fondos más que suficientes para realizar una "inversión" semejante, pero no era su costumbre confiar grandes sumas a perfectos extraños. Miró con atención al conde; aquel hombre tenía algo, era diferente —su estilo, su alcurnia, sus modales—, de modo que decidió seguirle el juego. Contó los billetes personalmente y se los tendió a Lustig. "Bien, mi querido conde —le dijo—. Duplíqueme
esa suma en sesenta días, tal como me prometió." Lustig se fue con el dinero, lo colocó en una caja de seguridad en Chicago y luego se dirigió a Nueva York, donde tenía en marcha otros proyectos generadores de fondos.
Los 50.000 dólares permanecieron en el Banco, intactos; Lus- tig no hizo ningún esfuerzo por duplicarlos. Dos meses después regresó a Chicago, retiró el dinero y volvió a visitar a Capone. Echó una mirada a los guardaespaldas del gangster, que lo observaban con expresión imperturbable; sonrió con timidez y dijo a Capone: "Le pido que acepte mis más humildes disculpas. Lo siento muchísimo, señor Capone, pero el plan fracasó... Es decir, fracasé yo".
Capone se puso de pie con lentitud. Miró, furioso, a Lustig, mientras decidía en qué parte del río arrojarlo. Entonces el conde llevó una mano al bolsillo de su sobretodo, sacó los 50.000 dólares y los puso sobre la mesa. "Aquí, está su dinero, señor. No falta ni un centavo. De nuevo le pido mil disculpas. Esto es realmente muy humillante para mí, pero las cosas no salieron como había pensado. Me habría encantado duplicar esta suma para usted y para mí... Dios es testigo de que buena falta me hace... pero el plan se malogró."
Capone volvió a tomar asiento, confundido. "Sé que usted es un estafador, señor conde —repuso Capone—. Lo supe en el preciso instante en que entró por esa puerta. Esperaba recibir los cien mil dólares... o nada. Pero esto... Que me devuelva mi dinero.... Bueno...". "De nuevo le pido disculpas, señor Capone", dijo Lustig mientras recogía su sombrero y se dirigía hacia la puerta. "iSanto Dios! iUsted es honesto! —gritó Capone, sorprendido—. Si está en problemas, aquí tiene cinco mil para sacarlo de apuros." Contó cinco billetes de mil dólares de los cincuenta mil, y se los tendió. El conde, en apariencia anonadado, hizo una cortés reverencia, murmuró su agradecimiento y se marchó, llevándose el dinero.
Los 5.000 dorares eran lo que Lustig había planeado obtener desde un principio.
Interpretación
El conde Víctor Lustig, un hombre que hablaba varios idiomas y se vanagloriaba de su refinada cultura, fue uno de los grandes estafadores de los tiempos modernos. Era famoso por su audacia, su temeridad y, sobre todo, por su conocimiento de la psicología humana. En pocos minutos era capaz de analizar a una persona y detectar sus puntos débiles; poseía una suerte de radar para identificar a sus víctimas. Lustig sabía que la mayoría de las personas se rodean de defensas contra embaucadores y ladrones. El trabajo del estafador consiste en hacer caer esas defensas.
Un método seguro para lograrlo es el de valerse de una apa-
rente sinceridad y honestidad. ¿Quién desconfía de una persona sorprendida en un acto de evidente honestidad? Lustig utilizó varias veces esa táctica de honestidad selectiva, pero con Capone fue un paso más allá. Ningún estafador normal se hubiese atrevido a realizar semejante jugarreta; habría elegido a su víctima por su debilidad, por esa expresión que permite anticipar que sufrirán la estafa sin osar quejarse. Estafar a Capone equivalía a pasar el resto de la vida (lo poco que le quedaría) aterrado. Pero Lustig comprendió que un hombre como Capone suele pasar su existencia desconfiando de todo el mundo, ya que a su alrededor no hay personas honestas o generosas, y estar siempre rodeado de lobos resulta agotador y hasta deprimente. Un hombre como Capone ansía ser destinatario de algún gesto honesto o generoso, para sentir que no todo el mundo está esperando la oportunidad para robarle.
El acto de honestidad selectiva de Lustig desarmó a Capone, porque fue algo por completo inesperado. Al estafador lo fascinan estas emociones contradictorias, pues la persona que las experi- menta resulta muy fácil de distraer y engañar.
No tema poner en práctica esta ley en el mundo de los Capone. Con un gesto de honestidad o generosidad bien calculado, logrará que la bestia más brutal y cínica del reino coma mansamente de sus-manos.
Todo se torna gris cuando no veo por lo menos una nueva aventura en el horizonte. En esos casos la vida parece vacía y deprimente. No puedo entender a los hombres honestos. Llevan una
vida desesperante, llena de aburrimiento.
Conde Víctor Lustig, 1890-1947
CLAVES PARA ALCANZAR EL PODER
La esencia del engaño es la distracción. Distraer a la gente a la que quiere engañar le dará tiempo y espacio para hacer las cosas sin que ellos se percaten. Un acto de bondad, generosidad u honestidad es la forma más poderosa de distracción, porque desarma las sospechas de los demás. Convierte a las personas en niños que aceptan ansiosos cualquier tipo de gesto afectuoso.
En la antigua China, esto era llamado "dar antes de recibir". El dar hace que a la otra persona le resulte difícil darse cuenta de que le están quitando algo. Es una herramienta que tiene infinidad de aplicaciones prácticas. Quitarle con descaro algo a otra persona es peligroso, incluso para los poderosos, pues la víctima buscará vengarse. También es peligroso pedir lo que se necesita, por más cortésmente que uno lo haga: a no ser que la otra persona vea algún beneficio para sí misma, puede llegar a sentirse ofendida por la carencia que ve en usted. Aprenda a dar antes de tomar. Con ello ablanda el terreno, suaviza cualquier futuro pedido y genera un clima de distracción. Y el acto de dar puede adoptar distintas formas: un regalo, un gesto de generosidad, un favor amable, una admisión "honesta"... lo que
sea.
Lo mejor es aplicar la honestidad selectiva en el primer encuentro con otra persona. Somos todos hijos de la costumbre, y la primera impresión que recibimos suele ser la que perdura. Si alguien, al principio de la relación, cree que usted es honesto, costará bastante convencerlo de lo contrario. Y esto le ofrecerá a usted buen espacio para maniobrar.
Jay Gould, al igual que Al Capone, era un hombre que
desconfiaba de todo el mundo. A los treinta y tres años ya era multimillonario, en gran medida gracias a engaños y presiones. En la década de 1860, Gould invirtió fuertemente en la línea ferroviaria Erie Railroad, y luego descubrió que el mercado había sido inundado con gran cantidad de falsos certificados accionarios de la empresa.
En medio de la crisis, un hombre llamado Lord John Gordon-Gordon le ofreció ayuda. Gordon-Gordon, un lord escocés, en apariencia había hecho una pequeña fortuna invirtiendo en ferrocarriles.
Mediante la contratación de expertos grafólogos, Gordon- Gordon pudo probar a Gould que los culpables de los falsos certificados accionarios eran algunos de los máximos ejecutivos de la compañía Erie Railroad. Gould le quedó muy agradecido. A continuación, Gordon-Gordon le propuso unirse a él y comprar las acciones, con la idea de adueñarse de la Erie. Gould accedió. Durante un tiempo el negocio pareció prosperar. Los dos hombres se habían hecho buenos amigos, y cada vez que Gordon-Gordon abordaba a Gould para pedirle dinero a fin de comprar más acciones, Gould se lo daba. Sin embargo, en 1873
Gordon-Gordon, vendió de repente todas sus acciones, con lo
cual ganó una fortuna, pues hizo bajar drásticamente el valor del paquete accionario de Gould. Luego desapareció.
Gould se puso a investigar y descubrió que Gordon-Gordon se llamaba en realidad John Crdwingsfield y que era el hijo ilegítimo de un marino mercante y de una camarera de Londres. A lo largo de la relación de ambos hombres hubo muchas pistas que indicaban que Gordon-Gordon era un estafador, pero su honestidad y su apoyo inicial habían cegado tanto a Gould, que tuvo que perder millones para tomar conciencia de lo sucedido.
Muchas veces un solo acto de honestidad no es suficiente. Lo que se necesita es una reputación honesta, basada en una serie de actos, aun cuando éstos sean poco trascendentes. Una vez establecida, esa reputación resulta, al igual que las primeras impresiones, muy difícil de cambiar.
En la antigua China, el duque Wu de Chéng decidió que
había llegado el momento de hacerse cargo del cada vez más poderoso reino de Hu. Sin decir nada a nadie sobre su plan, se casó con la hija del gobernante de Hu. Luego convocó a un Consejo y dijo a sus ministros: "Estoy considerando llevar adelante una campaña militar. ¿Cuál país sería más conveniente invadir?". Tal como esperaba, uno de los ministros le respondió: "El país que debe invadid. es Hu". El duque simuló enfurecerse y exclamó: "Ahora Hu es un estado hermano. ¿Por qué sugieres invadirlo?". Hizo ejecutar al ministro, en castigo por su observación poco política. El gobernante de Hu se enteró de lo sucedido y, teniendo en cuenta otros actos honestos de Wu y el hecho de que se hubiera casado con su hija, no tomó precaución alguna para defender su reino. Algunas semanas más tarde, las fuerzas armadas de Chéng invadieron y ocuparon el reino de Hu, que nunca volvieron a abandonar.
La honestidad es la mejor forma de desarmar al desconfiado,
pero no la única. Cualquier acto noble y aparentemente altruista podrá servir a este fin. Quizás el mejor de todos sea un acto de generosidad. Poca gente puede resistirse a ese don, ni siquiera el más duro de los enemigos, y es por eso que a menudo constituye la forma perfecta de desarmar a la gente. Un regalo hace renacer al niño que hay en nosotros, con lo cual de inmediato bajamos nuestras defensas. A pesar de que con frecuencia vemos las acciones de los demás bajo la luz más cínica posible, rara vez distinguimos algún elemento maquiavélico en un obsequio, que a menudo oculta motivos ulteriores. Un regalo es el objeto perfecto tras el cual esconder una actitud engañosa.
Hace más de tres mil años, los antiguos griegos cruzaron el mar para rescatar a la bella Helena, que les había robado Paris, y para destruir Troya. El sitio duró diez largos años, muchos héroes murieron durante el mismo y ninguno de los bandos había logrado una victoria. Cierto día, el profeta Calchas reunió a los griegos.
"iDejad de asediar las murallas de Troya! —les dijo—. Debéis encontrar otra forma más ingeniosa para entrar en la ciudad. Nos es imposible tomar Troya simplemente por la fuerza. Tenemos que encontrar alguna estratagema hábil." Al astuto jefe griego Ulises se le ocurrió la idea de construir un gigantesco caballo de madera, en cuyo interior podrían ocultarse soldados, y ofrecerlo a los troyanos en señal de buena voluntad. El hijo de Aquiles se opuso a la idea; afirmó que no era cosa de hombres y que era más
honorable que miles murieran en el campo de batalla que obtener una victoria de forma tan artera. Pero los soldados, ante la elección de luchar otros diez años como hombres y morir con todos los honores, u obtener una rápida victoria, optaron por la solución del caballo, que se construyó con rapidez. La estratagema resultó exitosa y Troya cayó. Un regalo hizo más por la causa griega que diez años de lucha.
La generosidad selectiva debería for-
mar parte de su arsenal para el engaño. La antigua Roma sitiaba desde hacía años la ciudad de los faliscanos, sin conseguir conquistarla. Sin embargo, un buen día, cuando se hallaba acampado frente a las murallas de la población, el ge- neral romano Camilo vio que un hombre se le acercaba, llevando algunos niños a su presencia. El hombre era un maestro falis- cano, y los niños, los hijos e hijas de los ciudadanos más nobles y adinerados del lugar. Con la excusa de llevarlos a dar un paseo, el preceptor los entregó a los
romanos, en calidad de rehenes, con la es- peranza de congraciarse con Camilo, el enemigo de la ciudad.
Camilo no retuvo a los niños como rehenes. En cambio, hizo
desnudar al maestro, le ató las manos a la espalda, entregó una vara a cada uno de los chicos y les dijo que lo llevaran a golpes de regreso a la ciudad. El gesto surtió un efecto inmediato en los faliscanos. Si Camilo hubiese usado a los niños como rehenes, algunos ciudadanos habrían votado por la rendición, y aun en caso de que continuaran combatiendo, la resistencia de los faliscanos no habría sido la misma. La negativa de Camilo a aprovecharse de la situación quebró la resistencia de los lugareños, que se rindieron. El cálculo del general había sido correcto. De todos modos, no tenía nada que perder: sabía que la estratagema de los rehenes no hubiese puesto fin a la guerra, o al menos no de inmediato. Al revertir la situación, se ganó la confianza y el respeto del enemigo, desarmándolo. La generosidad selectiva suele vencer al contrincante más tenaz: al apuntar directamente al corazón, se corroe la voluntad de presentar batalla.
Recuerde: al jugar con las emociones de la gente, los actos de bondad, generosidad u honestidad calculada pueden convertir a un Capone en un niño crédulo. Pero, como sucede con cualquier enfoque emocional, la táctica debe ponerse en práctica con cautela. Si los demás advierten las verdaderas intenciones de usted la decepción que experimentarán se convertirá en el más virulento odio y la más absoluta desconfianza. Salvo que consiga dar a su gesto una apariencia por completo sincera, absténgase de
jugar con fuego.
Imagen: El cabailo de Troya. Su ardid se oculta dentro de un magnífico obsequio que resulta irresistible a su contrincante. Las murallas se abren. Una vez que haya entrado, gane la batalla.
Autoridad: Cuando el duque Hsien de Chin estaba por invadir Yü, re- galó jade y un tiro de caballos a los habitántes. Cuando el conde Chih estaba por invadir Ch'ou-yu, les re- galó grandes carruajes. De ahí proviene el refrán: "Cuando esté por tomar, debiera dar". (Han-fei- tzu, filósofo chino, siglo III a.C.)
INVALIDACIÓN
Cuando uno carga con un largo historial de fraudes y engaños, no hay honestidad, generosidad ni bondad que consiga engañar a la gente. Por el contrario, ese tipo de actitudes no hará más que llamar la atención. Una vez que la gente lo conoce como una persona artera y engañosa, actuar de repente con honestidad y sinceridad resulta sospechoso. En tal caso, es mejor seguir desem- peñando el papel de tramposo.
En cierta oportunidad, el conde Lustig, en lo que fue la mayor estafa de toda su carrera, estaba por vender la torre Eiffel a un incauto industrial que creyó que el gobierno francés la remataba como chatarra. El industrial estaba dispuesto a entregar una gran suma de dinero a Lustig, quien había representado, con gran éxito, el papel de un funcionario del gobierno. Sin embargo, a último momento el hombre empezó a sospechar. En la actitud de Lustig había algo que le resultaba extraño. En la reunión en la cual le sería entregado el dinero, Lustig percibió la repentina desconfianza de su víctima.
El conde se acercó al industrial y le dijo, casi en susurros, que ganaba un salario muy bajo, que se encontraba en dificultades financieras, y otras cosas semejantes. Al cabo de algunos minutos, el industrial comprendió que Lustig le estaba pidiendo una coima. Entonces, por primera vez, el hombre se distendió. Ahora sabía que podía confiar en Lustig: dado que todos los funcionarios del gobierno eran deshonestos, no le quedaron dudas de que Lustig era lo que afirmaba ser. El hombre entregó el dinero. Al actuar en forma deshonesta, Lustig consiguió dar mayor realismo al papel que interpretaba. En este caso la honestidad selectiva habría logrado el efecto contrario.
Con el paso de los años, la reputación del diplomático francés Talleyrand —conocido como un maestro del engaño y la mentira— fue extendiéndose. Durante el Congreso de Viena (1814-1815), por ejemplo inventó historias fabulosas e hizo co- mentarios extravagantes ante personas que sabían perfectamente que mentía. Esa deshonestidad evidente no tenía otro objetivo que enmascarar los momentos en que de veras los estaba engañando. Cierto día, entre amigos, Talleyrand dijo, con aparente sinceridad: "En los negocios es fundamental poner siempre las cartas sobre la mesa". Sus amigos no lograban dar crédito a lo que oían: un hombre que nunca en su vida había puesto sus cartas sobre la mesa pedía que lo hicieran los demás. Tácticas como ésta tornaban imposible distinguir entre las verdaderas mentiras y las falsas. Al aceptar plenamente su fama de deshonesto, Talleyrand preservaba su capacidad de engañar.
En el ámbito del poder nada es inamovible. A veces el
engaño abierto ayuda a borrar nuestras huellas, e incluso despierta admiración por la honestidad de nuestra deshonestidad.
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